La ciencia del juego
La capacidad de jugar empezó a evolucionar hace millones de años. A medida que la evolución fue creando animales cada vez más complejos, la capacidad de jugar también se fue desarrollando, hasta llegar a los seres humanos: la especie más compleja y a la que más le gusta jugar.
Una victoria. Una sonrisa. Un grito de emoción. Unas cosquillas. Una canción. Un gol. Son gestos espontáneos, impulsos que, por mínimos que seas, activan en nuestro cerebro los mecanismos que nos hacen sentir bien. Es la alegría del juego. Un estado que se contagia y es capaz de transformar nuestro día y nuestra vida.
Por definición, el juego no tienen un propósito definido más allá de entretener o divertir. Pero eso sería quedarnos en la superficie. Desde el prisma científico, los seres humanos, como el resto de mamíferos y otras especies animales, nacemos con el instinto de jugar. Por lo que el juego es cualquier cosa menos algo trivial.
Científicos de múltiples disciplinas que van desde la neurociencia a la psicología y la psiquiatría han descubierto que el juego está integrado en nuestra biología, arraigado en la parte más profunda y primitiva de nuestro cerebro, tanto como lo están comer o dormir.
Igual que la alimentación es básica para la salud física, el juego es fundamental para la salud mental.
Durante nuestra etapa más temprana, la infancia, el juego es la materia prima de la que se nutre el aprendizaje. Jugando a través de la experimentación, la imitación y la estimulación de los sentidos descubrimos el mundo que nos rodea y las reglas que lo rigen. Y es que la práctica siempre ha sido mejor y más divertida que la teoría. El juego es la máxima expresión de la felicidad porque el placer que nos provoca es sencillamente tan puro como irresistible. Entonces, ¿por qué cuando nos hacemos adultos nos olvidamos de jugar? ¿Por qué escondemos nuestro espíritu más playful entre capas de seriedad y rutinas autoimpuestas?
No es cuestión de edad. Jugar nos sienta bien, tanto a nivel físico como emocional y mental, porque nuestro cerebro genera endorfinas, dopamina y otras sustancias químicas que favorecen la sensación de bienestar. El juego nos traslada a un espacio seguro que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y a fortalecer nuestra autoestima. Nos hace sentir libres y nos invita a dejarnos llevar, abriendo las puertas a nuestras emociones sin corazas ni filtros. Nos tiende lazos para conectar, crear vínculos y compartir. Por encima de todo nos une, independientemente de las barreras generacionales y culturales y de los estereotipos sociales.
Aprendamos de nuevo a jugar. Puede que sea el trabajo más importante de nuestra vida porque es una necesidad fundamental e instintiva a la que no podemos renunciar y es el combustible vital para mejorar nuestro bienestar, un lujo que no podemos dejar de alimentar y cuidar.